El autobús de las 9
Hoy, que por razones que no vienen al caso, el Náufrago se ha quedado sin coche por unos días y ha tenido que servirse del transporte urbano, se ha acordado del libro de Raymond Quenau “ Exercices de Style”. El librito acaba de cumplir sesenta años desde que el poeta, novelista, surrealista patafísico, partiendo de una sencilla e inocua anécdota creó un libro original contándola de noventa y nueve formas diferentes. La historia es así de simple:
Como pueden observar, la historia no puede ser más apasionante .Describirla de 99 formas diferentes, todo un reto para la escritura, mil veces imitado. Basta con leer el índice: Lítote, metáfora, sueño, arco iris, dudas, precisiones, relato, animismo, onomatopeyas…
Lo del Náufrago y el autobús nada tiene que ver con esos ejercicios de estilo, sino con la simple experiencia de viajar en él, observar lo que le rodea, analizar por qué le molestan las esperas. Por qué, como si tuviera que conquistar no se sabe qué ‘Galias’, siente urgencia de repetir su cotidiano : veni, vidi, vinci. O traducido al lenguaje del cagaprisas:"la espera siempre será una pérdida de tiempo, es necesario que nada se oponga a la acción inmediata, todo obstáculo o retraso es un enemigo que me altera”. Algún mecanismo parecido a ése debe hacer que el Náufrago, aún disponiendo de todo el tiempo del mundo dado su estado jubiloso, tenga la sensación de que aún le falta para todo lo quisiera abarcar.
Esperar, sentarse cuando quede un sitio libre, observar a la gente que le rodea, sus caras, imaginar qué preocupaciones pueden habitarles, preguntar al conductor el itinerario de la línea, recorrer la ciudad de punta a punta a las nueve de la mañana, saber qué gente se sube al autobús a esa hora, son lecciones de vida de las que se priva cuando cada mañana, coge el coche y sin esperas, llega directo a su punto de destino.
Se sentó cuando quedó el primer asiento libre, colocó su bolsa de deporte debajo del asiento, cerró el periódico y observó. Le llamó la atención que de la treintena de personas que ocupaban el autobús a esa hora, la mayoría eran mujeres de entre cuarenta y cincuenta años, algunas jovencitas y solamente tres hombres. Mientras una de las chicas jugueteaba con su móvil, otra ojeaba su ‘Cuore’, la señora que estaba frente a él, de aspecto sudamericano, trataba de que los ojos no se le cerraran por el sueño. Cada cierto tiempo, cuando el autobús hacía una parada, miraba por la ventanilla para ver dónde nos encontrábamos…
Poco a poco los viajeros iban bajando y algunos, menos, se incorporaban. La ‘cuota’ femenina seguía sin alterarse. Apenas había hombres que se incorporaran. El autobús ya casi había atravesado esta larga ciudad y se aproximaba a la zona de playa del Sardinero. Fue entonces cuando poco a poco las decenas de mujeres que aún seguían en el autobús lo fueron bajando. El Náufrago trató de buscar la razón del casi repentino desalojo. Imaginó que serían camareras, limpiadoras, cajeras o empleadas de los hoteles, restaurantes, cafeterías o supermercados de la zona. O quizá todo fuera un fruto más de su imaginación, pero no importa. Cuando se apeó sólo pensó que a veces las prisas, la rutina, el individualismo nos aleja de esta realidad cotidiana que junto a las molestias que pueda ocasionar, nos saca de nuestra torre de marfil y nos brinda la ocasión de codearnos con la vida.
Mañana, sin coche, volverá a repetir la experiencia
“Es la hora punta. Un tipo de unos 26 años viaja en el autobús S que atraviesa Paris. El joven lleva un sombrero cuya copa rodea un cordón a modo de cinta. La gente baja y sube y cada vez que lo hace, el vecino que tiene a su derecha le empuja. El del sombrero le increpa quejoso y con malos modales. En cuanto ve un asiento libre se abalanza sobre él para asentar sus posaderas.
Dos horas después el narrador, testigo de los hechos, se lo encuentra en la estación de Saint Lazare charlando con un colega que le indica que debería hacerse un ojal más en su abrigo”
Como pueden observar, la historia no puede ser más apasionante .Describirla de 99 formas diferentes, todo un reto para la escritura, mil veces imitado. Basta con leer el índice: Lítote, metáfora, sueño, arco iris, dudas, precisiones, relato, animismo, onomatopeyas…
Lo del Náufrago y el autobús nada tiene que ver con esos ejercicios de estilo, sino con la simple experiencia de viajar en él, observar lo que le rodea, analizar por qué le molestan las esperas. Por qué, como si tuviera que conquistar no se sabe qué ‘Galias’, siente urgencia de repetir su cotidiano : veni, vidi, vinci. O traducido al lenguaje del cagaprisas:"la espera siempre será una pérdida de tiempo, es necesario que nada se oponga a la acción inmediata, todo obstáculo o retraso es un enemigo que me altera”. Algún mecanismo parecido a ése debe hacer que el Náufrago, aún disponiendo de todo el tiempo del mundo dado su estado jubiloso, tenga la sensación de que aún le falta para todo lo quisiera abarcar.
Esperar, sentarse cuando quede un sitio libre, observar a la gente que le rodea, sus caras, imaginar qué preocupaciones pueden habitarles, preguntar al conductor el itinerario de la línea, recorrer la ciudad de punta a punta a las nueve de la mañana, saber qué gente se sube al autobús a esa hora, son lecciones de vida de las que se priva cuando cada mañana, coge el coche y sin esperas, llega directo a su punto de destino.
Se sentó cuando quedó el primer asiento libre, colocó su bolsa de deporte debajo del asiento, cerró el periódico y observó. Le llamó la atención que de la treintena de personas que ocupaban el autobús a esa hora, la mayoría eran mujeres de entre cuarenta y cincuenta años, algunas jovencitas y solamente tres hombres. Mientras una de las chicas jugueteaba con su móvil, otra ojeaba su ‘Cuore’, la señora que estaba frente a él, de aspecto sudamericano, trataba de que los ojos no se le cerraran por el sueño. Cada cierto tiempo, cuando el autobús hacía una parada, miraba por la ventanilla para ver dónde nos encontrábamos…
Poco a poco los viajeros iban bajando y algunos, menos, se incorporaban. La ‘cuota’ femenina seguía sin alterarse. Apenas había hombres que se incorporaran. El autobús ya casi había atravesado esta larga ciudad y se aproximaba a la zona de playa del Sardinero. Fue entonces cuando poco a poco las decenas de mujeres que aún seguían en el autobús lo fueron bajando. El Náufrago trató de buscar la razón del casi repentino desalojo. Imaginó que serían camareras, limpiadoras, cajeras o empleadas de los hoteles, restaurantes, cafeterías o supermercados de la zona. O quizá todo fuera un fruto más de su imaginación, pero no importa. Cuando se apeó sólo pensó que a veces las prisas, la rutina, el individualismo nos aleja de esta realidad cotidiana que junto a las molestias que pueda ocasionar, nos saca de nuestra torre de marfil y nos brinda la ocasión de codearnos con la vida.
Mañana, sin coche, volverá a repetir la experiencia
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