Horas orensanas

Hablar de una ciudad en la que apenas has estado unas horas, es como un chispazo interior, hechos de mil detalles. Eso, Douce, es lo que me ocurrió, cuando hacia las dos de la tarde de este martes del Entroido, que es como designan por esos lugares el Carnaval, llegué a Orense (Ourense, en lengua galaica). La mañana estaba más bien gris, y aún no había desaparecido la niebla persistente que me había acompañado todo el viaje,

Dejé el coche en el primer sitio libre que encontré, porque esto de encontrar un aparcamiento en cualquier ciudad sobre todo si no la conoces, puede ser hazaña que suponga vueltas y vueltas. Y ya sabes lo impaciente que es tu papá. El Mercado ya había cerrado, pero en los alrededores aún había puestos que vendían toda clase de panes, bollería, empanadas, flores y productos típicos de la tierra. Allí aparqué el coche. Compré unas empanadas, cuestión de matar el gusanillo, porque tenía que proseguir el camino y me propuse dedicarle el poco tiempo del que disponía.

Me dirigí, sin mapa que me guiara, hacia algo que pudiera ser el casco antiguo, punto de referencia que casi siempre busco cuando se trata de este tipo de ciudades con encanto. Porque su encanto y su peculiar sello posee esta ciudad que los romanos debieron denominar ‘Auriense’, por sus reservas de oro, o quizá su nombre venga de ‘aquae urente’, aguas abrasadoras o calientes como las aguas termales de sus Burgas. Después de atravesar un jardín presidido por el orensano Eduardo Blanco Amor, me dirigí hacia lo que resultaría ser la Plaza del Ayuntamiento, donde se encuentre la Casa do Concello. Era martes de carnaval, fiesta muy arraigada en estas tierras, y allí estaban colgadas de los balcones municipales dos figuras de trapo con personajes del Entroido.

Me llamó sin embrago la atención, quizá fuera la hora, quizá el lugar, pero apenas había gente por aquellas calles estrechas y poquísimas personas en los bares. Las calles o por mejor decir las ‘ruas’, semidesiertas, daban un aspecto fantasmagórico y al mismo tiempo relajante. Apenas un pequeño grupo de turistas, no más allá de media docena, y algún ‘clochard’ que le pedía ‘algo’ para tomarse un ‘cafetito’. Toda esta soledad y esta calma me permitieron dar un agradable paseo, por sus calles, sus iglesias y su catedral - basílica dedicada a San Martiño, mientras conservaba ‘recuerdos visuales’, para recordarlos ahora, en el sosiego de esta noche.

Emprendimos el camino de regreso, saludamos a don Ramón Otero Pedrayo, patriarca de las letras gallegas, pasamos por la plaza donde habíamos comenzado el breve paseo. Tan sólo una mujer con un gran cartón que debía de servirle de manta o de colchón en aquellas humedades y el mendigo del ‘cafetito’ poblaban la plaza.

Y abandonamos la ciudad de las Burgas, envuelta aún con el manto de la niebla.

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