¡Marchando una de camisetas!
EL PARLAMENTO EMOCIONAL
El curso político ha amanecido lleno de promesas. Ha empezado a toda pastilla. Se acabó el largo período en que nos entretuvieron con ‘procesos’ y estatutos’ . Ahora tocan las promesas para encandilar al personal, con pensiones, bonos de natalidad, alquileres para todos, o negocios dentales. El pobre señor Solbes debe de estar deseando que termine este sarpullido electoral para salir corriendo por la primera puerta que encuentre antes de que le caiga encima la tormenta.
También aumentan los fervores nacionales de todos los colores. No ganamos para sorpresas: unos días son las banderas, otra los himnos nacionales, más tarde se hacen piras con retratos reales... Ahora toca vender camisetas. Ayer vivió el Parlamento una sesión de fervores nacionalistas, de todos los nacionalismos existentes en el arco parlamentario que son varios. Se diría que un prurito adolescente, fetichista, idolátrico se ha apoderado de sus señorías.
Resulta curioso, que en estos tiempos de escepticismos, laicismos, relativismos y demás indiferencias ideológicas, nuestros diputados se hayan vuelto apasionados idólatras, no de becerros de oro, sino fervientes adoradores de camisetas. Ayer el Parlamento más que un foro, un ágora, parecía un mercadillo de todo a cien, vendiendo camisetas. Desde cada tenderete clamorosos feriantes vendían su ‘género’ de todos los colores, verde, rojo, azul intenso o azul pasado por agua:
Y mientras proclamaban, a voz en grito, la mercancía, cada feriante echaba mano al bolsillo y exhibía su producto. La cogía con ambas manos, la mostraba a la Cámara y las cámaras y soltaba la loa fervorosa de la prenda.
Vivimos tiempos apasionados, que no apasionantes, de ‘amores, en tiempo de cólera’. El Náufrago asiste al espectáculo entre sorprendido y hastiado. Se frota bien los ojos, no sea que haya probado alguna planta alucinógena de la isla sin darse cuenta. A veces cree ver a los diputados en los bancos del hemiciclo o paseando por los pasillos de los pasos perdidos vestidos, cada cual, con la camiseta de sus amores, de sus colores, de sus intransigencias. Y tiembla.
El curso político ha amanecido lleno de promesas. Ha empezado a toda pastilla. Se acabó el largo período en que nos entretuvieron con ‘procesos’ y estatutos’ . Ahora tocan las promesas para encandilar al personal, con pensiones, bonos de natalidad, alquileres para todos, o negocios dentales. El pobre señor Solbes debe de estar deseando que termine este sarpullido electoral para salir corriendo por la primera puerta que encuentre antes de que le caiga encima la tormenta.
También aumentan los fervores nacionales de todos los colores. No ganamos para sorpresas: unos días son las banderas, otra los himnos nacionales, más tarde se hacen piras con retratos reales... Ahora toca vender camisetas. Ayer vivió el Parlamento una sesión de fervores nacionalistas, de todos los nacionalismos existentes en el arco parlamentario que son varios. Se diría que un prurito adolescente, fetichista, idolátrico se ha apoderado de sus señorías.
Resulta curioso, que en estos tiempos de escepticismos, laicismos, relativismos y demás indiferencias ideológicas, nuestros diputados se hayan vuelto apasionados idólatras, no de becerros de oro, sino fervientes adoradores de camisetas. Ayer el Parlamento más que un foro, un ágora, parecía un mercadillo de todo a cien, vendiendo camisetas. Desde cada tenderete clamorosos feriantes vendían su ‘género’ de todos los colores, verde, rojo, azul intenso o azul pasado por agua:
“ ¡ Camisetas, oiga,
vendo camiseta!
Vean que colorido,
vean qué escudos...
¡Vean cómo me pone!
Miren cómo mola, mi CAMISETA”
Y mientras proclamaban, a voz en grito, la mercancía, cada feriante echaba mano al bolsillo y exhibía su producto. La cogía con ambas manos, la mostraba a la Cámara y las cámaras y soltaba la loa fervorosa de la prenda.
“ Estos, y no otros, son los colores que a mí me emocionan, los que me ponen, los que cuelgan nuestros niños en las paredes de sus habitaciones . Cuando la veo sobre el césped de los campos de fútbol, en las canchas de baloncesto, corriendo por las pistas del estadio, o jugando a la petanca. Se me suben a la cara sus colores. Mis mejillas enrojecen, azulean o verdecen – depende del color de la camiseta – y el corazón me late – todo- a cien."Y así los charlatanes, perdón, los parlamentarios, fueron pasando por la tribuna para cantar sus entusiasmos nacionales.
Vivimos tiempos apasionados, que no apasionantes, de ‘amores, en tiempo de cólera’. El Náufrago asiste al espectáculo entre sorprendido y hastiado. Se frota bien los ojos, no sea que haya probado alguna planta alucinógena de la isla sin darse cuenta. A veces cree ver a los diputados en los bancos del hemiciclo o paseando por los pasillos de los pasos perdidos vestidos, cada cual, con la camiseta de sus amores, de sus colores, de sus intransigencias. Y tiembla.
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