Divina Culpabilidad

DIOS ANTE LOS TRIBUNALES

Hoy, bastante temprano, ha venido Dios a visitar la isla. Bueno, en realidad, al ser ‘Omnipresente’ por definición, nunca la abandona. Si digo ‘vino’ es para significar que lo vi sentarse a mi lado abatido, el gesto serio. Me atrevería a decir – y es mucha osadía – que estaba bastante deprimido.

No tuve que preguntarle nada por los motivos de su ‘aparición’, porque enseguida entendí las razones del divino abatimiento, de su depresión y su tristeza. Les aseguro que no es fácil tarea tratar de ‘animar’ a un ser ‘Omnipotente’ venido abajo. Sólo podía estar a su lado y escucharle si tenía a bien decirme algo.

Cuando apareció, el Náufrago estaba leyendo en el periódico las acusaciones que el senador de Nebraska Ernest Chambers ha presentado ante el magistrado Richard Kopf, acusándolo de todos los desastres naturales y del “terror de millones y millones de habitantes de la Tierra, incluidos niños y ancianos, sin piedad ni distinción”

Estaba realmente abatido, sin fuerza en la voz, como si una inmensa y negra nube de culpabilidad cubriera toda su Omnisciencia y lo que es peor, todo su Omniánimo. Se sentía responsable y culpable de haber creado seres que tienen que prenderse fuego por no tener ya fuerza para luchar contra su desesperación. Hablaba en voz apenas perceptible de tifones, terremotos, guerras, incendios que sólo dejaban muertos, desaparecidos, pobres sin casa, sin trabajo, llenos de soledad. Echaba una mirada perdida al artículo que estaba leyendo el Náufrago, donde se hablaba de una de sus criaturas que había dejado a una niña de tres años sola, en la enorme frialdad de un aeropuerto después de haber metido en el maletero del coche el cadáver de su mujer.

El Náufrago creyó ver apuntar el brillo tembloroso de una lágrima que no llegó a recorrer su Rostro. Se sentía único Culpable, responsable de tanta tragedia. Nada luminoso era capaz de abrir una luz ante tanta negrura. El Náufrago, no sabía decir nada, podía comprender la inmensa parálisis que producen sentimientos como éstos. Sabía qué inútiles resultan los consuelos ajenos cuando uno, sobre todo si ese Uno se siente culpable de todas las tragedias. El Náufrago sabía que más que palabras, necesitaba gestos, gestos de cercanía, guiños, que le mostraran toda la belleza que Él había repartido por la Isla: los árboles, las flores, los insectos, el agua que se despeñaba por aquella pendiente, el mar que se abría a la vista en una calma azul, el sol que se colaba por entre las ramas de los árboles... aquel horizonte inmenso que otras veces le había calmado. Quería mostrárselo, sin hablarle , sabiendo que toda palabra se quedaría corta ante tanta oscura Inmensidad.

Estuvo así un rato. Douce apareció por allí y se acercó a Él para que la acariciara. Entonces esbozó una sonrisa, relajó la frente y los divinos músculos de su cara se distendieron. Se levantó, dieron un paseo junto por los caminos de la Isla y luego los dos, Douce y Él, regresaron.

Apenas dijo nada, solamente sonrió un poco y añadió: “Gracias. Ya se me ha pasado un poco”.

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