Miedos infantiles

EL COHETE DE CARBURO
Como todos los años, llegado el verano, en aquella casa de familia numerosa, siempre se encontraba un pueblecito de familiares o amigos, donde colocar por los menos a los dos o tres mayores. Al mayor, llamémosle Julio, le tocó aquel año la casa – hotel de una amiga de la familia que se había hospedado en la casa familiar durante su época de estudiante de farmacia.

La familia de Kety, que así se llamaba la joven farmacéutica, poseía un hotelito enfrente del Balneario en Baños de Montemayor, pueblo famoso por sus aguas termales ya en época romana, situado en la misma Calzada de la Plata y muy frecuentado por personas mayores que desde distintos puntos acudían a ‘tomar las aguas’.

Julio debía tener entonces nueve o diez años. Vivía en el hotel de su protectora y amiga que estaba situado enfrente del Balneario. Kety se ocupaba de que estuviera siempre como un pincel, sobre todo por la tarde a la hora del paseo. Él, procedente de una familia numerosa y de padre funcionario, nunca se había visto con aquel limpísimo pantalón blanco y zapatos negros de charol. Excepto a la hora del paseo que era casi ritual, Julio jugaba con los amigos a las ‘bolas’ o a las chapas haciendo carreras. Pero el juego que más les divertía a él y a sus amigos era el del ‘cohete de carburo’. El juego consistía en encontrar un bote redondo, practicar un hoyo en el suelo donde se depositaban algunos trozos de carburo de los utilizados en los cortes de luz de la época. Hecho el hoyo, introducidos en él los trozos de carburo, se le añadía agua para que generara los gases, se tapaba bien con el bote, tratando de que no hubiera ninguna filtración de aire, se hacía un pequeño agujero en la parte de arriba del bote y con una cerilla se esperaba a que el gas que se iba formando no encontrara más salida que subir a las alturas. Este pequeño Cabo Cañaveral particular era el juego preferido.

Por las noches el salón del hotel se convertía en salón de baile. Don Romualdo, un señor mayor de pelo blanco, huésped del hotel, era el pianista, a veces acompañado por la voz de su nieto Rafaelito que ya tendría 16 ó 17 años y que a veces cantaba aquello de “Una canción, una canción y una rosa, para la mujer más hermosa..” Luego venía la serie de pasodobles, tangos, sevillanas… A Julio se le permitía estar en el salón hasta una hora prudencial para un niño e sus edad. Llegada esa hora, Kety le llevaba a su habitación que se encontraba en una especie de subterráneo, debajo del salón, donde se hallaban también la cocina y las habitaciones de los propietarios y la servidumbre.

Como es natural, Julio sentía miedo y pensaba en todos los ladrones que podían entrar en su habitación. Una noche debió sentir una crisis de miedo al sentirse allí abajo, solo, y le dio por revolver todos los enseres de la habitación y salir al patio al que daba la habitación. Debió también gritar, porque algunos huéspedes que dormían se asomaban a las ventanas para ver qué pasaba. Ellos debieron dar la señal de alarma, porque poco después bajó Kety, con su madre y con su tío a ver por donde andaban los ‘ladrones’.

Nerviosos, al ver todo aquel revoltijo de ropa y utensilios no hacían más que repetir: “Julito ha sido, Julito no ha sido…” Hasta que algún chivato debió decir: “Ha sido ese niño que está con ustedes”.

No hubo riñas, sólo sorpresa y todo volvió a la calma. Pero contada la anécdota en casa más tarde, durante años la frase que se repetía por hermanos y amigos cuando querían incordiar era la misma: “Julito ha sido, Julito no ha sido”.

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