La playa estaba desierta...
EL SARDINERO BAJO LA LLUVIA
A D. Marino le gusta el mar y sus metamorfosis. Quizá por eso, sobre todo, le guste tanto, porque cambia y sigue siendo la misma: acogedora, tranquila, sonriente, bulliciosa, bravía, inclemente, furiosa… Esta mañana amaneció gris, fría y lluviosa. La playa estaba desnuda, desierta, apenas unos pocos correteaban por el paseo desafiando al viento y al agua .
A D. Marino le gusta la playa así, en su pura y hermosa desnudez y la aborrece en pleno verano cuando una invasión de plebe bullanguera y copiosa la invade. Entonces huye y va en busca de rincones recogidos y más tranquilos. Pero hoy era todo mar , todo arena apenas hollada, todo viento y lluvia persistente. Eran pocos los paseantes que se defendían del agua y del viento con paraguas como grises escudos.
Las terrazas estaban vacías, mesas y sillas perfectamente alineadas, un cielo gris y hosco cubría paseos y jardines. Los miradores cuadriculaban agua, nubes y rocas y en la caseta azul y blanca nadie que atendiera la curiosidad de los turistas ausentes. Al fondo, la larga lengua de la península de Mataleñas avanzaba la punta de sus rocas cerrando la playa.
Y ya lejos, en el centro de la ciudad, la Catedral se miraba en el espejo del estanque, severa, llorando a sus difuntos. Sólo un perro vigilaba el paseo, mientras su dueño compraba el periódico.
A D. Marino le gusta el mar y sus metamorfosis. Quizá por eso, sobre todo, le guste tanto, porque cambia y sigue siendo la misma: acogedora, tranquila, sonriente, bulliciosa, bravía, inclemente, furiosa… Esta mañana amaneció gris, fría y lluviosa. La playa estaba desnuda, desierta, apenas unos pocos correteaban por el paseo desafiando al viento y al agua .
A D. Marino le gusta la playa así, en su pura y hermosa desnudez y la aborrece en pleno verano cuando una invasión de plebe bullanguera y copiosa la invade. Entonces huye y va en busca de rincones recogidos y más tranquilos. Pero hoy era todo mar , todo arena apenas hollada, todo viento y lluvia persistente. Eran pocos los paseantes que se defendían del agua y del viento con paraguas como grises escudos.
Las terrazas estaban vacías, mesas y sillas perfectamente alineadas, un cielo gris y hosco cubría paseos y jardines. Los miradores cuadriculaban agua, nubes y rocas y en la caseta azul y blanca nadie que atendiera la curiosidad de los turistas ausentes. Al fondo, la larga lengua de la península de Mataleñas avanzaba la punta de sus rocas cerrando la playa.
Y ya lejos, en el centro de la ciudad, la Catedral se miraba en el espejo del estanque, severa, llorando a sus difuntos. Sólo un perro vigilaba el paseo, mientras su dueño compraba el periódico.
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Lola