Douce se confiesa

TOCCATA Y FUGA en DOUCE MAYOR

By DOUCE

Como becaria de este blog he tratado de ofrecer una imagen de perrita obediente, cariñosa, sensata, conocedora de los hombres y de la vida… y un montón de virtudes más que no cito. No quiero alargar mi panegírico.

Hoy voy a contarles algo que no se corresponde del todo con esa imagen ideal que de mí pueden tener los visitantes de esta isla. Ayer, a pesar de de la Navidad, donde parece que todo se torna bondades, reconciliaciones, cantos y parabienes, di un susto morrocotudo a mis papás y a toda la familia. Se lo cuento.

En primer lugar, he de decir en mi descargo, que estos días atravieso un período, llamémoslo ‘delicado’, propio de mi condición femenina. Lo señalo, porque quizá así, sobre todo mis lectoras, puedan comprender mejor mi pequeña-gran fechoría navideña. Al grano.

Ayer, serían las ocho de la tarde o alrededores, di muestras de impaciencia y mostré la necesidad de darme un garbeito para oler y de paso dejar llamadas olfativas a mis congéneres. Pensando que la salida fuera cosa de poco, mi mamá me sacó a la calle sin arnés y sin correa con que sujetarme. Era de noche, yo, llevada de mis olores y de mis instintos, seguí la ruta que marcaba mi olfato sin preocuparme de más cosas. En un momento dado mi mamá me perdió de vista y se puso nerviosa. Ni por asomo pasó por mi cabeza que me estuviera buscando. No tenía ni idea que anduviera de un lado para otro, yendo a los lugares que suelo visitar en circunstancias como éstas. Gritaba mi nombre, pero yo no lo oía. Al final , angustiada, decidió volver a casa para reclamar ayuda.

La preocupación y la angustia se apoderaron del resto de la casa. Mientras mi papá organizaba el plan estratégico con mis hermanos, mi hermana, y una prima se lanzaron a la calle. Teresa, salió en pijama y zapatillas, ella que es tan cuidadosa de su imagen. Mientras, mi papá trazaba la “Operación Douce”, marcando rutas, armándose de móviles, correa, arnés y dando indicaciones sobre rutas. Tras unos minutos de búsqueda y de angustia, mi prima me localizó a unas decenas de metros de la casa, al otro lado de la carretera, cosa que nunca hago sin permiso. Me indicó que no me moviera del sitio, atravesó la carretera y me llevó hasta donde se encontraba el grupo A, es decir, mi mamá y mi hermana. Los del grupo B llegaron al punto X, cuando los del A ya regresábamos a casa. Hubo las consiguientes reprimendas, enfados y advertencias. Mi papá me soltó una buena regañina. Me puso el arnés, me sujetó con la correa y muy serio me indicó el camino de vuelta. Yo caminaba sin ofrecer la menor resistencia, mi rabo entre las piernas, y poniendo cara de arrepentida. Al llegar a casa, fui derecha a mi mesa refugio donde pasé el resto de la tarde sin asomar el hocico.

No hacía más que pensar en el disgusto que les había dado. Pasado el susto, llegó la hora de las reflexiones sobre lo ocurrido y lo no ocurrido. Fue una ocasión más para pensar en algo en lo que todos coincidimos. Lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros. Cuando disfrutamos de la presencia de los que amamos no nos detenemos a pensar que cualquier día, por cualquier circunstancia, o porque el reloj de la vida se detiene o se avería, podemos perder a alguien a quien amamos. En momentos así, nos damos cuenta de verdad del valor de lo que hemos perdido. Yo, como perrita, también he aprendido la lección: tengo que disfrutar de cada momento de lo que tengo, como si lo pudiera perder mañana mismo.

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