Los niños y el coro
EL 'OTRO' CONCIERTO
Llegó puntual al concierto cual es norma de la casa cuando debe asistir a una cita o a cualquier evento. Su hija le había preguntado: “¿Vendrás hoy a verme?”. Esta vez no encontró ninguna disculpa para no asistir. Sabía que le gustaría que la viera tocar. Al llegar, la iglesia estaba medio ocupada mientras los rezagados seguían entrando y ocupaban los bancos vacíos. Optó por sentarse en un lateral de la nave que se hallaba más desocupado, más cerca del coro y de la orquesta.
A su lado se encontraba una mujer joven, negra, con dos niños, negritos también. Deberían tener unos tres y cuatro años. El más pequeño estaba inquieto, nervioso, se subía a las rodillas de su madre y se abrazaba a ella lloriqueando. El mayor le observaba con ligera envidia y no dejaba de mascar chicle que después manoseaba. Luego hacía una tira rosa que pegaba debajo de la nariz a guisa de bigote y lo mostraba orgulloso a quien quisiera mirarle.
Pasadas las 20:30, hora del comienzo del concierto, fueron apareciendo los componentes del coro que iban ocupando la escalinata de acceso al altar mayor. A continuación la mini orquesta y la Directora ocuparon sus puestos en la nave. La gran mayoría chicas jóvenes que rondaban los veinte años. Con el desfile de la llegada de coro y orquesta el negrito pequeño se fue apaciguando, Se sentía feliz uniéndose a los aplausos de acogida. Al fin, podía satisfacer su necesidad de ‘acción’, después de tanta silenciosa espera.
Después de la presentación sonaron las primeras notas de la orquesta y tras ellas las voces del coro que entonaban el “Estrella de los mares”. La música pareció amansar a las dos pequeñas ‘fierecillas’ que, evidentemente, no se encontraban en su salsa infantil y se movían de un sitio para otro a pesar de los esfuerzos inútiles de la madre para tratar de lograr un poco de calma. El momento de mayor regocijo para los niños se producía al final de las canciones cuando sonaban los aplausos que ellos prolongaban algo más de la cuenta. Entonces, desde los bancos del centro, dardos amenazadores de miradas molestas se dirigían hacia el lateral donde se encontraban los pequeños, sin gran efecto en los afectados. Ellos seguían su propio ‘concierto’ de idas y venidas o se arrastraban por los bancos de la iglesia, ante los inútiles esfuerzos de la madre para lograr un poco de calma.
El coro seguía su repertorio: “Ave María guaraní”, “Panis angelicus”, “Cumbayá”… Las manos de la directora dibujaban en el aire diminutas olas mientras que el más pequeño trataba de imitarla. En un descuido de la madre, no se sabe si voluntariamente o por agotamiento, los dos pequeños oyentes-paseantes se acercaron a una imagen de un Cristo yacente que se encontraba debajo de uno de los altares laterales, reposando en el suelo.
Para los dos pequeños aquel descubrimiento fue una sorpresa y mientras el mayor trataba de hacer cosquillas en los pies desnudos de la imagen, el otro pasaba la mano por la llaga abierta del costado del Cristo. Aquella ‘profanación’ colmó la paciencia del párroco de la iglesia que se levantó como impulsado por un resorte de su banco y, con religiosa furia, cogiendo al pequeño con sus indignados brazos, lo puso de patitas en la nave. Fue la gota que colmó la materna paciencia que dio por finalizado el desconcierto. Hubo todavía algunas miradas amenazadoras que a duras penas contenían su religiosa irritación.
El concierto siguió. Ahora sonaba poderosa la voz del joven tenor que cantaba: “Libiamo, libiamo ne’lieti calici che la belleza inflora…”
Llegó puntual al concierto cual es norma de la casa cuando debe asistir a una cita o a cualquier evento. Su hija le había preguntado: “¿Vendrás hoy a verme?”. Esta vez no encontró ninguna disculpa para no asistir. Sabía que le gustaría que la viera tocar. Al llegar, la iglesia estaba medio ocupada mientras los rezagados seguían entrando y ocupaban los bancos vacíos. Optó por sentarse en un lateral de la nave que se hallaba más desocupado, más cerca del coro y de la orquesta.
A su lado se encontraba una mujer joven, negra, con dos niños, negritos también. Deberían tener unos tres y cuatro años. El más pequeño estaba inquieto, nervioso, se subía a las rodillas de su madre y se abrazaba a ella lloriqueando. El mayor le observaba con ligera envidia y no dejaba de mascar chicle que después manoseaba. Luego hacía una tira rosa que pegaba debajo de la nariz a guisa de bigote y lo mostraba orgulloso a quien quisiera mirarle.
Pasadas las 20:30, hora del comienzo del concierto, fueron apareciendo los componentes del coro que iban ocupando la escalinata de acceso al altar mayor. A continuación la mini orquesta y la Directora ocuparon sus puestos en la nave. La gran mayoría chicas jóvenes que rondaban los veinte años. Con el desfile de la llegada de coro y orquesta el negrito pequeño se fue apaciguando, Se sentía feliz uniéndose a los aplausos de acogida. Al fin, podía satisfacer su necesidad de ‘acción’, después de tanta silenciosa espera.
Después de la presentación sonaron las primeras notas de la orquesta y tras ellas las voces del coro que entonaban el “Estrella de los mares”. La música pareció amansar a las dos pequeñas ‘fierecillas’ que, evidentemente, no se encontraban en su salsa infantil y se movían de un sitio para otro a pesar de los esfuerzos inútiles de la madre para tratar de lograr un poco de calma. El momento de mayor regocijo para los niños se producía al final de las canciones cuando sonaban los aplausos que ellos prolongaban algo más de la cuenta. Entonces, desde los bancos del centro, dardos amenazadores de miradas molestas se dirigían hacia el lateral donde se encontraban los pequeños, sin gran efecto en los afectados. Ellos seguían su propio ‘concierto’ de idas y venidas o se arrastraban por los bancos de la iglesia, ante los inútiles esfuerzos de la madre para lograr un poco de calma.
El coro seguía su repertorio: “Ave María guaraní”, “Panis angelicus”, “Cumbayá”… Las manos de la directora dibujaban en el aire diminutas olas mientras que el más pequeño trataba de imitarla. En un descuido de la madre, no se sabe si voluntariamente o por agotamiento, los dos pequeños oyentes-paseantes se acercaron a una imagen de un Cristo yacente que se encontraba debajo de uno de los altares laterales, reposando en el suelo.
Para los dos pequeños aquel descubrimiento fue una sorpresa y mientras el mayor trataba de hacer cosquillas en los pies desnudos de la imagen, el otro pasaba la mano por la llaga abierta del costado del Cristo. Aquella ‘profanación’ colmó la paciencia del párroco de la iglesia que se levantó como impulsado por un resorte de su banco y, con religiosa furia, cogiendo al pequeño con sus indignados brazos, lo puso de patitas en la nave. Fue la gota que colmó la materna paciencia que dio por finalizado el desconcierto. Hubo todavía algunas miradas amenazadoras que a duras penas contenían su religiosa irritación.
El concierto siguió. Ahora sonaba poderosa la voz del joven tenor que cantaba: “Libiamo, libiamo ne’lieti calici che la belleza inflora…”
Comentarios
Dispóngome a ver una peli sobre la vida de María Callas. Qué increíble que con esa voz se llamara callas no??
Buen día de Marte!