Estampas veraniegas
EL LIMPIADOR DE PLAYAS
Llegó esta mañana soleada de domingo. Sería un poco antes del mediodía. La pequeña cala aún no se había cubierto de bañistas. Todo su material de servicio se componía de una horca de cinco puntas, un rastrillo de madera, un cubo negro de plástico y un paquete con varias bolsas de basura. A esta pequeña playa no pueden acceder los tractores y las grandes máquinas de limpieza. Le corresponde a él, moreno de oscura luna, descender de su furgoneta “Viva y limpia”, e ir recogiendo lo que el mar enfadado ha devuelto a puro golpe de oleadas. En la playa vomita todas las suciedades que el hombre o la naturaleza han arrojado al mar, palos, tablas, algas muertas y toda serie de objetos de plásticos.
Él , de azul y amarillo fosforito, coloca su cubo de plástico en el centro de la playa, dentro pone una bolsa de plástico negro, hinca su horca en la arena, hace un montón con palos y tablas, y con el rastrillo va recogiendo algas, plásticos, restos ‘higiénicos’, mecheros y todo de cuanto la mar se ha liberado. Los recoge y va metiendo en distintas bolsas que forman una fila negra: una, dos, tres, cuatro, cinco bolsas había llenado, cuando el Náufrago dejó la playa y aún le quedaban varias recodos por limpiar.
El Náufrago estuvo siguiendo la tarea unos minutos. Trataba de adivinar qué podía pasar por la cabeza de un hombre joven, haciendo este trabajo, mientras sesenta o setenta personas, niños pequeños jugando con sus cubos , sus pelotas o sus palas, parejas jóvenes, mayores solitarios, abuelos, padres, jovencitas, tomaban el sol, se bañaban, leían el periódico o hacían largas llamadas de teléfono. Casi nadie reparaba en él, era como un fantasma, una sombra extraña, una rutina invisible, una labor sin premio, un algo que nada nos dice, como si fuera un destino ineludible.
Abandonó la playa el Náufrago. Vio la furgoneta con la puerta trasera abierta, como una boca que esperara su carga . Volvió a mirar hacia la playa, desde arriba. Seguía su tarea, entre las rocas que él había acabado de abandonar. Pensó en él, en un domingo acogedor de sol, con las playas abarrotadas, las terrazas de las cafeterías y restaurantes llenas de clientes que leían el periódico, tomaban una caña, charlaban o se dedicaban a observar a los viandantes. Pensó que quizá su trabajo terminaría por la mañana. Luego llegaría a casa, se daría una ducha, comería y reclamaría una tarde descanso. Pero ¿y si el final no fuera éste? ¿Mejor? ¿Peor? ¿Quién conoce la vida de una sombra que trabaja una mañana de domingo de verano?
Él , de azul y amarillo fosforito, coloca su cubo de plástico en el centro de la playa, dentro pone una bolsa de plástico negro, hinca su horca en la arena, hace un montón con palos y tablas, y con el rastrillo va recogiendo algas, plásticos, restos ‘higiénicos’, mecheros y todo de cuanto la mar se ha liberado. Los recoge y va metiendo en distintas bolsas que forman una fila negra: una, dos, tres, cuatro, cinco bolsas había llenado, cuando el Náufrago dejó la playa y aún le quedaban varias recodos por limpiar.
El Náufrago estuvo siguiendo la tarea unos minutos. Trataba de adivinar qué podía pasar por la cabeza de un hombre joven, haciendo este trabajo, mientras sesenta o setenta personas, niños pequeños jugando con sus cubos , sus pelotas o sus palas, parejas jóvenes, mayores solitarios, abuelos, padres, jovencitas, tomaban el sol, se bañaban, leían el periódico o hacían largas llamadas de teléfono. Casi nadie reparaba en él, era como un fantasma, una sombra extraña, una rutina invisible, una labor sin premio, un algo que nada nos dice, como si fuera un destino ineludible.
Abandonó la playa el Náufrago. Vio la furgoneta con la puerta trasera abierta, como una boca que esperara su carga . Volvió a mirar hacia la playa, desde arriba. Seguía su tarea, entre las rocas que él había acabado de abandonar. Pensó en él, en un domingo acogedor de sol, con las playas abarrotadas, las terrazas de las cafeterías y restaurantes llenas de clientes que leían el periódico, tomaban una caña, charlaban o se dedicaban a observar a los viandantes. Pensó que quizá su trabajo terminaría por la mañana. Luego llegaría a casa, se daría una ducha, comería y reclamaría una tarde descanso. Pero ¿y si el final no fuera éste? ¿Mejor? ¿Peor? ¿Quién conoce la vida de una sombra que trabaja una mañana de domingo de verano?
Comentarios
Preciosa cala, por cierto...