El sueño de una tarde de verano

“Fue en un pueblo de mar, después de un concierto…” así empieza Sabina una de sus canciones. ‘Érase una vez, en un pueblo con balneario, de aquel verano…’ podía ser el principio de esta historia o de este cuento. Ocurrió en agosto de hace ya muchos, muchos años, tantos que los recuerdos de Andrés, llamémosle así, no puede abarcarlos todos.

Como cado año, llegado el verano, los padres distribuyeron a Andrés y a los otros dos ‘mayores’ por distintos destinos de familiares y amigos. Las dos chicas quedarían en casa. Por entonces Andrés debía tener diez años según sus cálculos y había sido acogido en un hotel de un pueblo extremeño famoso por sus termas romanas y su balneario. El hotel era propiedad de unos amigos de sus padres que se ofrecieron durante varios veranos a acogerlo. A él acudían personas mayores con sus artritis, sus reumas, sus artrosis o sus problemas respiratorios. Las aguas sulfurosas, sódicas y oligometálicas les servían de alivio y curación de sus achaques.

Andrés los veía ir y venir al balneario que se encontraba al otro lado de la carreta, envueltos en sus albornoces y no entendía apenas nada de aquellas procesiones. Por las noches asistía a los bailes que se celebraban en el salón del hotel y durante el día jugaba a las chapas, daba paseos hasta la ‘glorieta’, o subía a las faldas de las montañas que protegían al pueblo. Vivía un verano feliz, lejos del jaleo y las estrecheces de su casa.

Una tarde, debía de ser ya al final del verano, unas primas de los dueños del hotel le invitaron a comer a su casa que se hallaba cerca de la Iglesia del pueblo. La casa, de dos pisos, tenía un aspecto noble con su piedra de granito, su amplio salón a la entrada y arriba una balconada que daba a un gran patio, donde se encontraba también la bodega. Recuerda bastante bien la casa, lo mismo que el impacto que sintió su infancia aquella tarde del verano serrano.

Después de comer y dado los calores era de ritual echarse una siesta, aunque en circunstancias normales él prefería jugar o leer tebeos mientras los mayores descansaban. Aquella tarde la hija pequeña del matrimonio anfitrión que debía tener unos dieciséis años, le aconsejó que debía dormir la siesta. Subieron a una de las habitaciones del segundo piso y ambos, a sugerencia de la chica, se acostaran en la misma cama. Nada extraño para Andrés acostumbrado a dormir con alguno de sus hermanos. La chica se quitó el vestido, por el calor seguramente, y aconsejó a Andrés que hiciera lo propio.Las ventanas tenían echadas las persianas y no se notaba apenas el calor. Ningún ruido en el resto de la casa. A los pocos minutos, la chica cogió un pañuelo y preguntó al niño:

- “¿Jugamos?”

Andrés no tenía ni idea en que consistía el ‘juego del pañuelo’. Fue entonces cuando la chica lo escondió en alguna parte de su cuerpo e invitó a Andrés a que lo encontrara. En su candidez, sin ninguna otra sospecha, recorrió el cuerpo de la joven hasta encontrarlo. La chica le invitó a que se desnudara para así jugar ‘mejor’ y así lo hizo, invitando a Andrés que escondiera a su vez el pañuelo que ella trataría de encontrar. Nada recuerda de donde lo escondió, pero sí que sintió por primera vez una extraña sensación de que unas manos femeninas acariciaban su sexo. Se repitió el juego y esta vez la chica escondió el pañuelo entre sus piernas. Allí lo encontró y sintió como una sacudida entre extraña y placentera cuando sus dedos rozaron el vello de la joven. Aquella sensación no se le olvidó nunca más en la vida como si hubiera quedada grabada a fuego. Hasta entonces los sexos femeninos que conocía era el de otras niñas más pequeñas que su curiosidad infantil había mirado. Aquella impresión, sin embargo, le conmocionó por dentro. No hubo más en el ‘juego del pañuelo’, sólo la revelación de un profundo misterio, el descubrimiento del sexo.

Comentarios

Sylvia Otero ha dicho que…
Make love, not war!

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