El mirlo y el anciano
En estos días soleados, antes de que las lluvias vuelvan de nuevo a visitarnos, el Náufrago disfruta de algunos regalos. No sólo los cerezos japoneses nos obsequian con sus primeras flores y las margaritas abren sus pétalos al sol del mediodía, también los gorriones y los mirlos se suman al concierto pre-primaveral de colores, sonidos y olores.
Entre estos animadores se encuentra un mirlo que casi no cesa en todo el día de poblar el jardín y alrededores con su canto incansable. Encaramado en la punta de un abeto lanza sus requiebros sonoros a su pareja o marca su territorio a otros pájaros. El Náufrago no puede afirmarlo porque no es experto en aves y conciertos. Sus conocimientos ornitológicos y botánicos, como vulgar ciudadano, no son amplios.
A estas mismas horas un anciano se sienta en la galería de su casa, mientras el sol caldea sus ventanas, y pasa las horas muertas sumido en no se sabe bien qué pensamientos. No podríamos decir si repasa los largos años de su vida o simplemente se abandona a la cálida caricia solar o escucha ensimismado el concierto del mirlo. Pájaro y anciano son dos puntos de referencia vitales para el Náufrago. La vida que se abre, la vida que se cierra pero trata de condensarse en la luz y el canto.
A la memoria del Náufrago viene la leyenda de Don Ero, noble primero, después Abad del Monasterio de Armenteira que un día salió a pasear, se sentó al lado de una fuente a escuchar el canto del ruiseñor y allí permaneció no sé sabe cuánto tiempo. Sólo se sabe que cuando volvió el monasterio era más grandioso que su primer cenobio. Se dirigió a un monje que no conocía contándole su historia. Fue entonces cuando uno de los monjes más anciano trajo un vetusto libro en el que se comentaba esta historia: “San Ero de Armenteira, noble y piadoso hombre y Abad de este Monasterio que nunca mas fue visto luego de salir a meditar al Monte Castrove”. Habían pasado 300 años. Una hermosa leyenda.
Mientras, nuestro anciano seguirá tomando el sol si mañana el tiempo no lo impide.
Entre estos animadores se encuentra un mirlo que casi no cesa en todo el día de poblar el jardín y alrededores con su canto incansable. Encaramado en la punta de un abeto lanza sus requiebros sonoros a su pareja o marca su territorio a otros pájaros. El Náufrago no puede afirmarlo porque no es experto en aves y conciertos. Sus conocimientos ornitológicos y botánicos, como vulgar ciudadano, no son amplios.
A estas mismas horas un anciano se sienta en la galería de su casa, mientras el sol caldea sus ventanas, y pasa las horas muertas sumido en no se sabe bien qué pensamientos. No podríamos decir si repasa los largos años de su vida o simplemente se abandona a la cálida caricia solar o escucha ensimismado el concierto del mirlo. Pájaro y anciano son dos puntos de referencia vitales para el Náufrago. La vida que se abre, la vida que se cierra pero trata de condensarse en la luz y el canto.
A la memoria del Náufrago viene la leyenda de Don Ero, noble primero, después Abad del Monasterio de Armenteira que un día salió a pasear, se sentó al lado de una fuente a escuchar el canto del ruiseñor y allí permaneció no sé sabe cuánto tiempo. Sólo se sabe que cuando volvió el monasterio era más grandioso que su primer cenobio. Se dirigió a un monje que no conocía contándole su historia. Fue entonces cuando uno de los monjes más anciano trajo un vetusto libro en el que se comentaba esta historia: “San Ero de Armenteira, noble y piadoso hombre y Abad de este Monasterio que nunca mas fue visto luego de salir a meditar al Monte Castrove”. Habían pasado 300 años. Una hermosa leyenda.
Mientras, nuestro anciano seguirá tomando el sol si mañana el tiempo no lo impide.
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