Burgos IV: la Catedral
Me piden que cuente un poco las impresiones que la visita a esta catedral produjo en mí, y no sé por donde empezar. Porque tratar de explicar las sensaciones que despierta una construcción con tanta historia, y que tantos años costó configurar con su fisonomía actual, amalgama de varios siglos de gótico (del XIII al XVI), sin contar con los preliminares de un templo románico anterior, la verdad es que da un poco de miedo cuando uno sabe de sus propias limitaciones.
La primera vez que me enfrenté a ella, hace algunos años ya, me la encontré casi por completo envuelta en andamios, redes y otros aditamentos que los restauradores -nada que ver con los señores que se dedican a la cocina, aunque se podría muy bien establecer un cierto paralelismo- necesitaban para tratar de recuperar aquello que el tiempo, el descuido y la mano del hombre habían ido deteriorando.
Por el tiempo que se tardó deberíamos pensar que no se trataba de un simple "lavado de cara", aunque un ojo ciertamente crítico puede descubrir muchas lagunas en este repaso general. Eso sí, la piedra aparece mucho más limpia y el templo parece irradiar una nueva luminosidad.
Tras el consabido paso por taquilla, comenzamos la visita por la llamada Puerta del Sarmental, ésa que está un poco escondida a la derecha de la fachada principal, tras subir unos tramos de escaleras, donde siempre es habitual encontrarse a algún indigente mendigando una caridad. No me voy a detener en la ornamentación de esa puerta porque sería muy largo, solo diré que la mencionada "restauración" debió ser más cuidadosa.
Una vez en el interior me vuelve esa sensación de falta de luz, que seguramente es ficticia y mera apreciación personal, en un edificio que aparentemente cuenta con todas las facilidades para que eso no ocurra, para que sea especialmente luminoso, gracias a las múltiples vidrieras de torres, ventanales y cimborrio. La razón la encuentro en ese hermoso monstruo que es el coro, plantado en medio de la catedral como hacen en otras hermanas suyas, que elimina cualquier sensación de libertad que uno pudiera experimentar ahí dentro. Y no es sólo eso, también impide apreciar la planta y la distribución original del templo. Y su contorno también necesitaría un buen repaso, especialmente unas composiciones escultóricas que no se pueden apreciar en toda su belleza.
Sin entrar en valoraciones artísticas ni detallar estilos, tengo que decir que lo que a mí más me gustó fueron cuatro cosas y por este orden:
La Capilla de los Condestables de Castilla, con la preciosísima bóveda desarrollada, o debería expresarlo al revés, alrededor de una estrella octogonal constituida sobre nervios de desarrollo octogonal que, sin embargo, descansan sobre paredes de base hexagonal, en un alarde arquitectónico que ya no es fácil encontrar. La tumba de los Condestables también causa impacto, no solo por el material en el que están esculpidas las figuras - mármol de Carrara- sino también por la minuciosidad con que están tratados los rasgos y las vestimentas.
Todo el conjunto de esculturas, forjados, códices (o como se llamen) que uno se va encontrando a cada paso y que, a nada que te pares a mirarlos, parecen hacerte retrocede muchos años en el tiempo.
Terminamos la visita desfilando por el moderno escaparate de recuerdos turísticos, tan moderno que a poco que uno no se fije bien lo confunde con la barra de un bar. Afortunadamente, una vez en el exterior, con solo girar la cabeza y contemplar la maravillosa Puerta de Santa María, o del Perdón, vuelves a la realidad y te das cuenta de que no, que eso no era ningún bar. Era también la catedral de Burgos.
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Así que nos lo agradecemos mutuamente.