Algo parecido a una serpiente

La muerte de un pequeño provoca un sobresalto sujeto a grandes emociones
El padre del niño sirio ahogado vuelve a Kobane para enterrar a su familia

        Un hombre sujeta una pancarta en una manifestación
          en Estambul, hoy  / OSMAN ORSAL (REUTERS)
En El sistema periódico, de Primo Levi, se encuentra una extrema declaración de amor: “Auschwitz se había tragado a millones de seres humanos, muchos amigos míos, y a una mujer que yo llevaba en el corazón”. La distinción es emocionante. Responde a un código de conducta transmitido en los genes a través de los siglos: la supervivencia de sí mismo, la reproducción de la especie.

En 2005, Milagros Pérez Oliva publicó en EL PAÍS un artículo sobre las emociones. Dos investigadores, Ignacio Morgado y Antoni Bulbena, hablaron sobre química. Dijeron que la primera función de las emociones es proteger a la especie. Hablaron de la persona que se encuentra algo parecido a una serpiente: los ojos envían la información al tálamo, pero éste no distingue si es una serpiente o una rama. Para saberlo manda la imagen a la corteza cerebral occipital y, mientras, activa un protocolo de prevención: da orden a la amígdala de que prepare la huida en caso de que sea un reptil. En menos de un segundo la corteza responde: es una rama. Morgado dice: “La respuesta emocional es tan rápida e impulsiva que ha salvado a mucha gente, pero también es la que hace responder con un puñetazo a algo que se percibe como una agresión”.

La foto de Aylan Kurdi es limpia. No hay tripita despanzurrada ni cascotes alrededor, ni una morgue, ni familiares llorando. No acaba de sufrir un bombardeo. Es una foto tan luminosa que lo primero que dan ganas es de levantar al niño y llevarlo a comprar un helado. Y sin embargo él mismo, en esa extraña paz, informa de varias cuestiones: que hay una guerra, que hay un drama humanitario inédito desde la II Guerra Mundial y que la Unión Europea vuelve a demostrar su inoperancia de ventanilla cuando la emergencia es mayor.

Ayer me estuve escribiendo con el psiquiatra Juan José Jambrina por otros asuntos y le pregunté por la foto de Aylan Kurdi. Jambrina es director del área de Salud Mental en Avilés. También es buen amigo, así que me sinceré: ¿por qué lloré, doctor? Me llevó a Darwin y su estudio de las emociones. Estamos preprogramados, dijo, para expresar ciertas emociones básicas, y la ternura y la protección de los cachorros son lo más básico. “Los niños despiertan nuestro instinto paternal/maternal con sus rasgos neoténicos: son el futuro, son nuestros genes. Son indefensos e inocentes. Darwin demostró que esto nos pasa con bebés de otras especies. Vivimos su muerte como algo contra natura”.


También me envió un trabajo de Pablo Malo, Juan Medrano y José Juan Uriarte: Introducción a la evolución de las emociones. Hay algo en el texto que me lleva a Aylan Kurdi. De acuerdo a la psicología evolutiva, “las emociones cumplen unas funciones que permiten al individuo responder de modo efectivo tanto a los desafíos como a las oportunidades que le plantea el entorno. La ira es un conjunto de respuestas coordinadas que ayuda a restaurar una relaciones justas (…) Las emociones muestran todos los ingredientes de lo que se denomina una adaptación, es decir, un conjunto de respuestas eficaces y coordinadas que ayudan al organismo a reproducirse, proteger su prole, mantener alianzas y evitar amenazas físicas”. Este párrafo es un tratado político.

Primo Levi era químico y sus emociones le llevaron a distinguir a la mujer que llevaba en el corazón de millones de seres humanos. La reacción a la muerte de un niño entre cientos de miles provoca un sobresalto singular sujeto a grandes emociones. Se puede dar respuesta a ellas; se puede utilizarlas para conseguir un fin social. Se puede ser hipócrita, si la hipocresía consigue mover algo. No hacen falta sentimientos puros ni intenciones delicadas, sólo asegurar el instinto primario que ha sucedido a la muerte de Aylan Kurdi. El mismo que se movió en todo el planeta, tantos muertos después, cuando a la niña vietnamita Kim Phúc se le caía la piel a tiras tras un bombardeo de napalm y decía solamente, con la inocencia de los niños: “Muy caliente, muy caliente”.

MANUEL JABOIS

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