Nuevos tiempos, viejos temores

Una de las varias cosas que marcaron mi infancia, ( siento ser tan reiterativo en el tema, pero cuando uno está de parto se vuelve así de pesado y caprichoso) fue la ceremonia de la confesión, estrechamente ligada al sentimiento de culpa. Lo expongo aquí como un ejercicio de terapia particular, tratando de exorcizar mis demonios personales. Bien mirado se trata de una confesión más ante un juez que no juzga , que no acusará, ni impondrá pena alguna.

Al analizarlo ahora, con la perspectiva que da la vida, el tiempo, lo primero que me llama la atención sobre ese rito, era el “escenario”, si puede llamarse así a aquel cajón de madera, situado generalmente en un rincón apartado de la iglesia. Por delante se abría una media puerta, para que el oficiante pudiera aposentarse , la parte superior estaba cubierta por unas cortinas, no sé si azules o moradas porque soy daltónico. A ambos lados, sendas ventanitas cuadradas con celosías, para celar a la “pecadora”, ya que era el sitio reservado a las mujeres, que además debían hacer su confesión de rodillas , mientras que los hombres metían su cabezota dentro del cajón al par que se cerraban tras de sí las cortinillas que cubrían los pecados. El diseñador de tal “escenario” había pensado sin duda en todas las condiciones de los “actores” de tal ceremonia. Y les había asignado los lugares y actitudes que requería el acto, confesional por supuesto.

Para el niño que yo era no resultaba nada difícil, a poco que arrebañara en mi interior, hacer una buena colección de pecados cada vez que acudía a confesarme. La frecuencia recomendada era semanal, porque se suponía que durante ese tiempo había habido lugar a varias desobediencias a los padres, algunas palabrotas, mentiras piadosas y de las de verdad, y avanzando en edad, las que más juego daban era eso de las miradas subterráneas a las niñas, los tocamientos atrevidos y otros de otro género... No era difícil encontrar media docena o más para soltarlos ante aquel señor que escuchaba en la oscuridad, no sé si morbosa, indulgente o severamente, mis oscuridades. Sus bisbiseos no me gustaban y a veces sus actitudes no me resultaban nada agradables, pero en aquella época , en mi mente, no cabía hacer cavilaciones. Las reflexiones surgieron más tarde.

El recuerdo primero que guardo de esta nada agradable ceremonia para mí, se remonta a los 7 años. Era mi primera confesión oficial, antes de la también primera comunión. Era mi estreno. Por supuesto todo aquello debía haber tenido toda una preparación, que ahora mismo no recuerdo. Lo que sí se me ha quedado grabado es mi actitud y mi sentimiento después de haberme despachado con mis “pecados”, que no recuerdo bien cuáles podían ser a esa edad , pero sin duda bastante “graves” dadas las pautas y criterios de conductas a la antigua usanza. Lo que sí recuerdo perfectamente es, que al terminar subí, en silencio, la cuesta que iba desde la iglesia hasta mi casa, bordeando el parque de San Francisco, Subí aquella “cuesta” , como la llamábamos, solo, procurando no encontrar ningún amigo, ni hablar con nadie, no fuera a ser que aquellos encuentros y conversaciones dieran motivo u ocasión de algún otro pecado, ahora que mi alma estaba limpia, recién lavada. Estas anécdotas , vistas con las perspectivas del tiempo, pueden sonar graciosas, significativas, sino indicaran de qué manera se sembraba en seres sensibles y moldeables estos sentimientos de culpa, de pecado que les llevaran a pasar gran parte de su vida “arrodillados”, sometidos a las leyes de extraños o concretos poderes. ¿A quién y por qué interesaba amaestrar a seres que nacieron para ser y sentirse libres, mantenerles aherrojados?

Y no pensemos que esta vieja estrategia, esta sofisticada maquinaria, ha desaparecido con la venida a menos del poder eclesiástico o con poderes de apariencia menos dictatorial. Este sistema es tan viejo y tan actual como el mundo. Los nombres, las estrategias, los trajes cambian, pero el mecanismo sigue siendo el mismo, más o menos sofisticado. Y no necesitamos mirar hacia los integrismos de fuera que ahora vemos despertarse cerca de nosotros porque nos están afectando. Este afán de dominio, de sometimiento, nos sigue rodeando, lejano y en nuestra propia casa. Fuera, con “bushes” que quieren derrotar un integrismo imponiendo el suyo propio. Dentro, con los que nos venden ambiciones de poder disfrazados de talantes. La Ambición, el Poder, la Religión siguen necesitando hombres sometidos, adiestrados, manipulables, para poder campar a sus anchas , a ser posible sin que se note demasiado. Las religiones, los poderes, las inseguridades personales, pueden llamarse sectas, escalafones, partidos, naciones, uniformes, boletines, directrices o a veces sus santos cojones, como máximo aval para poner encima de la mesa de negociaciones.

Podría parecer que nos escapamos del tema, pero si lo miramos bien no andamos tan descarriados. La dialéctica poder/sumisión, leyes/culpable, tiene hondas raíces en la propia familia, en la sociedad, en la religión, en todo tipo de poderes fácticos o infaustos. Se trata de inocular el miedo en las gentes, porque el “animus dominandi”, anida en todos nosotros, de manera sutil o descarada, para servirnos de coraza de nuestras propias debilidades.

Lo único que ha cambiado un poco para ayudar al hombre, y a la mujer por supuesto, (seamos por una vez políticamente correctos, no se nos echen encima otros “poderes”) es el escenario. Aquellos cajones sórdidos, oscuros, de ventanitas con rejas y cortinas de paño, se han transformado en modernos despachos, con muebles de diseño, paredes pintadas de colores relajantes, calefacción y aire acondicionado, según la época. Ya nadie necesita arrodillarse ni cubrirse con cortinas para ser liberados de sus “culpas”. Ni siquiera te ponen penitencias, ni tratan de averiguar la contrición de tu corazón, tampoco te exigirán propósito de la enmienda. No hay curas de voz ácida y melosa, de bisbiseos y gestos dudosos. Hay señores, señoras o señoritas de mirada de aire atento, sonrientes a veces, cómplices otras, receptivas, que más que hablar escuchan, apostillan , a veces inquieren, otras proponen. No tratan de juzgar, sino de escuchar, sugerir, lanzar preguntas al aire, aquiescer y por supuesto sin señalar penitencias, a lo sumo sugerencias hasta el próximo encuentro.

Y es que el hombre (también la mujer), más o menos dueños de sí mismos y de sus emociones, en un mundo tan complejo, necesita en algún momento confesar o tratar de averiguar lo que hay en el fondo de sí mismo, a veces secreta e inconscientemente guardado.

Mi último hallazgo surgió ayer, cuando me decidí a escribir sobre el tema. Navegando por la red, descubrí que algún avispado y conocedor de esta necesidad que tiene el hombre , es decir todas las personas, de confesarse, había abierto un “confesonario virtual”. En otra ocasión les contaré dónde y cómo pueden confesarse por Internet. Puede resultar divertido y extremadamente relajante. Ya no está reservado a los curas el saborear morbosamente los pecados de sus semejantes, se ha acabado el secreto de confesión.

Los “pecados” son el patrimonio común que nos aproxima y nos iguala a todos.

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