Los viajes insólitos de Andrés

Andrés ejerce una profesión que otrora fuera honorable, al menos en lo que a consideración social se refiere, porque en cuanto a emolumentos, ya sabemos cómo han vivido los “maestroescuela”. Hoy, aunque ya no pasen tantos apuros para aliviar la tan traída precariedad alimenticia, han bajado bastantes puntos en lo que a respeto y consideración se trate, empezando por la Administración, pasando por la sociedad, los padres, hasta llegar a los propios alumnos.

Pero no era ése el motivo de nuestra charla, o como quieran llamarlo. Hablamos de esos viajes nocturnos que Andrés hace, de acá para allá, sin saber exactamente la causa o los motivos que le impulsan a viajar. Muchas veces trata él mismo de adivinar el sentido oculto de tanta ida y vuelta.

Resulta que hoy iba camino de sus clases, con el tiempo justo, cosa que siempre agobia un poco al meticuloso profesor. Antes, se detuvo en un kiosco para comprar la prensa. Al momento de pagar, sin duda por la confusión que genera en él siempre la prisa, sacó de su bolsillo los billetes y monedas que dentro anidaban. Había algún billete de 50 € , monedas de 50 céntimos y demás hojarasca monetaria. Resulta que como en estos viajes de Andrés las cosas, en este caso el periódico, no tienen los precios que todos conocemos, el diario costaba 50 céntimos. Él, en la confusión engendrada por las prisas, mostraba todo aquel bagaje monetario y trataba de darle al fornido quiosquero el billete de 50 €, con la natural contrariedad del susodicho, que no entendía muy bien las incoherencias de Andrés. Al final, de mal humor, le arrebató los 50 céntimos de la mano, ante la perplejidad de nuestro amigo, que una vez más sentía que había hecho un poco el ridículo frente a la “sagacidad” de los demás.

Como tenía prisa por llegar a clase, avivó el paso, pero no encontraba las calles que le llevaban al Instituto en que trabajaba, a pesar de haber hecho el recorrido centenares de veces. Mientras esto ocurría y Andrés sentía cada vez más apremio por llegar a la hora y no encontrar la ruta, una voz potente, la del quiosquero, se expandía por todo el entorno, llegaba hasta los extremos del barrio y no se sabe si se oía en la ciudad entera... El vendedor proclamaba a los cuatro vientos la ridiculez de un cliente que para pagar un diario de 50 céntimos, le daba 50 euros. Como si él estuviera ejerciendo la digna profesión de vender periódicos para pasarse la mañana devolviendo el cambio de 50 euros , si con 50 céntimos vendedor y cliente estarían apañados. El caso es que Andrés , que sabía perfectamente que sólo la confusión y las prisas habían sido la causa de aquella situación embarazosa para él, mascullaba como podía sus razones calladas mientras en las calles seguía resonando el pregón del vocero. Tan desorientado estaba, que entro en una calle sin salida que daba a un depósito de agua, donde ésta discurría por varios cauces e impedía el paso. Esto obligó a Andrés a retroceder hasta encontrar, con dificultades, la calle que al final le conduciría hasta el Instituto en el que trabajaba.

Recuerda muy bien la hora, porque miró el reloj, marcaba las 13:23 , es decir tres minutos más tarde del teórico comienzo de la clase. Subió hasta la sala de profesores y vio a bastantes compañeros que todavía estaban allí, charlando distraídamente y saboreando unos bombones que alguno , por algún motivo o sin uno específico, había traído. Entre ellos estaban los más conocidos, incluso alguno recientemente jubilado con el que Andrés guardaba una relación especial. Ni él, ni los otros repararon en la cara de agobio y prisa que tenía Andrés, preocupado por llegar a una clase que no había preparado como acostumbra. Cuando llegó por fin al aula, los alumnos ya estaban esperando con el consabido guirigay que forman cuando no está el profesor y a veces estando. Andrés trataba en vano de lograr el silencio necesario para empezar la clase, los chicos querían preguntar por preguntar. No sé sabe bien qué querían averiguar, el caso es que unos se cortaban a otros la palabra. Andrés trataba, más que de responder, darles a entender que hablando todos a la vez no habría forma de entenderse. Su voz , como le ocurre muchas veces cuando hace “viajes” semejantes apenas se hacía audible quería hablar fuerte y sosegadamente y había algo , no sabe qué, que le impedía articular las palabras con el timbre y el tono que necesitaba para apaciguar aquel barullo. Para poner aún las cosas más difíciles, faltaban sillas en la clase, los alumnos estaban de pie , unos porque querían, otros porque disfrutaban viendo que, a la confusión del profe, se añadía la falta de mobiliario. Había algo más que impedía a Andrés sentirse cómodo, dueño de la situación. Por no se sabe bien qué motivo, pegado a su pelo y a su espalda llevaba una capa, -recuerdo de algún uniforme antiguo que Andrés había utilizado en sus primeros tiempos de profesor- y por más esfuerzos que hacía, era incapaz de despegarla de su espalda. Algún alumno, viendo su apuro y a su requerimiento, trató de ayudarle. Fue entonces , cuando Andrés despertó de su sueño. Una vez más se quedó pensando en el sentido de sus viajes nocturnos, y pudo entender varios de sus mensajes

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